viernes, 20 de noviembre de 2009


Ritos y tradiciones en la comunidad indígena


El viento levanta una enorme polvareda. Las mujeres otavaleñas elevaron sus fachalinas azules para cubrir sus rostros. Los hombres bajan sus sombreros. Con el viento, el olor a sahumerio y flores frescas se percibió por todo el cementerio. Eran las diez de la mañana del dos noviembre.

Cinco filas de nichos rodeaban el interior del Cementerio de los Indígenas, también conocido como Imbabuela. En el centro, se distribuían las tumbas en forma de montículos de tierra. Frente a una de ellas, yacía una mujer arrodillada. Sus párpados hinchados reflejaban las largas horas de llanto.

Es Sonia Cuaján, una mujer de mediana estatura que, por primera vez, sentía el día de los difuntos más triste que nunca. Tres meses atrás, una fuerte pulmonía acabó con la vida de su hija de cinco años, “Isabelita”.

“Pensar que hace un año, vine con mi Chabelita a visitar a mi abuela. Nunca me imaginé, que este año vendría por ella”, dijo Sonia mientras secó sus lágrimas.

Flores blancas decoran la tumba de Isabelita. Sonia limpia la placa, en donde se lee “aquí reposan los restos de la niña Isabel Cuaján”. Minutos más tarde, llega Manuel, esposo de Sonia. Un canasto cuelga de su mano derecha. Al otro lado, un envase de gaseosa que contiene un líquido blanco.

Eran las 4 de la mañana. El sol aun no salía y Sonia ya estaba en la cocina. De la esquina derecha, cogió trozos de leña para colocarlos en el fogón. Arrojó un fosforo para encender la madera. Inició la preparación de la colada muy espesa llamada Uchucuta o también champús Ésta es una bebida que caracteriza a la población otavaleña en estas fechas.

Harina de maíz, papa, frejol, arveja, col y achiote mezclaba Sonia para preparar la colada, el champús preferido de su hija. Ahora, la mujer lleva al cementerio para compartir con su familia.

Manuel tiende en el suelo un mantel floreado. Sobre él, coloca dos grandes ollas. La una contiene arroz mezclado con papas y en la otra una salsa espesa de maní. Los 6 miembros de la familia cogen en recipientes de aluminio una gran porción de comida.

Al otro lado del cementerio, las personas sobre las tumbas compartían entre propios y extraños todo tipo de alimentos que cubiertos con telas de blancas y pequeñas manchas amarillas, producto del paso del tiempo impedían que los mosquitos formen parte de la tradición nativa. “el llevar comida a los cementerios y compartir es una tradición que nosotros los indígenas hemos mantenido por generaciones” dice Segundo Canto quién fue a visitar a su padre en el cementerio.

La afluencia de personas crecía. A lo lejos una voz suave se escuchaba. “Ya es la hora de la comida” dijo Nicolás, hijo de Segundo Canto. Su madre María llegó atrás de Segundo, en su espalda llevaba un costal, Segundo inclinó la cabeza frente a la tumba de su padre. Suplicó por su alma. Según Canto cuenta que días atrás, en sus sueños su padre apareció: “me reclamaba que me había olvidado de él, después de su muerte. Desde entonces el sentimiento de culpa me invade”. Para rectificar su error Segundo llevó el platillo favorito de su padre: una guagua de pan, rodeada de habas.

Las personas reían, comían y hasta escuchaban como el cura daba la misa. Disfrutaban la compañía de sus seres queridos. Tarjetas y cartas colgaban de las paredes de los nichos y cruces que estaban enterradas en la tierra. Zoila una mujer de mediana estatura, prefería estar sola y conversar con “su Rafael”, su esposo el falleció al ser arrollado por un auto.

La viuda, de 35 años todavía lloraba la muerte y lo recordaba como un esposo totalmente dedicado a su trabajo de tejedor. “me acuerdo como si fuese ayer. Mi maridito cuando me veía cansada por pasar horas en los telares, me llevaba un vasito de limonada. Ahora estoy sola. Dios no quiso darme hijos y me quitó a mi Rafaelito” dijo Zoila mientras suspiró. Cogió su bolso y se marchó sin decir palabra alguna.

En los alrededores del cementerio. Los comerciantes de flores, tarjetas, comida típica y hasta biblias, , estuvieron desde las 7:00 esperanzados del día festivo para que sus ganancias crezcan.

Horas antes como es la tradición, mujeres indígenas prepararon las guaguas de pan. Armaron su negocio, en la principal, la calle Bolívar que lleva hasta cementerio de los Indígenas.

La familia Cuaján recogía la basura con sus manos. Desperdicios de alimentos y rosas por falta de agua se habían marchitado. El pantalón blanco de Manuel, tenía unas manchas negras, con su mano sacudía la tierra que estaba en su poncho azul. Empezaron a caminar a la salida, para ir de vuelta a su hogar.

De pronto desde la puerta principal del cementerio. Un hombre de estatura mediana, de tez trigueña era acompañado por un grupo de niños, vestían una túnica azul. Era el padre de la ciudad se oía murmurar, pasaba lentamente entre los indígenas, que corrían hacia él para saludarlo y pedir su bendición.

En su mano tenía unas campanita y de su cuello colgaba un rosario. Al agitar un sonido celestial fue el llamado para convocar a la misa. Zoila fue a darle la bienvenida con un vaso de colada morada.

Segundo Canto alistaba el altar. Sobre el mantel rojo colocó una copa dorada de vino blanco, al otro extremo un plato que contenía las ostias. Las personas se congregaban, mientras la campanita que el padre sujetaba seguía sonando.

Minutos más tarde, el padre dio inicio a la misa y diciendo “Las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz.”. Y todos en una sola voz dijeron, Amén.

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